AYAMONTE, UN CALLEJERO MUY PARTICULAR. El Estero.

Decía un cordobés afincado en Ayamonte, que los ayamontinos teníamos la suerte de que al pueblo “se entraba por el centro”. Y enseguida se refería al inconfundible paisabe urbano de la Avenida y el Estero, sustantivos que, aun siendo de clase gramatical común, los escribo con mayúsculas porque en nuestra ciudad basta con decir el Estero o a la Avenida, o el Paseo, o el Muelle, para saber a qué nos referimos. Aparte vendrán el estero o caño de la Mojarra, la Chaveta, el estero de Canela, la avenida de la Constitución, la de Narciso Martín Navarro, etc.
Tenía razón aquel cordobés ilustre, veterinario, profesor, entrenador y sobre todo, gran tertuliano, que fuera don Hedilberto Vázquez. Porque nada más entrar en Ayamonte, no sólo dejamos atrás el Banderín con su Paseíto; es que, de inmediato, pasada la curva del astillero del señor Zamudio, “el Lobo”, hoy rotonda de “Los Miguelitos”, nos damos de frente con el que quizás por esa circunstancias de ubicación, sea nuestro primer y más llamativo santiseña: la Avenida y su Estero.
Para aquellos ayamontinos que no pudieron adquirir mi novela “El regreso de Domingo el Bacalao”, por su lejanía, por los muchos años que pasan sin volver a Ayamonte, voy a transcribir parte del preámbulo de aquella novela en lo que concierne a tal emblemático entorno:
“Desde la curva del astillero del señor Zamudio, dejando atrás la “Casa Colorá”, circula despacio un taxi negro y cúbico; en sentido contrario, un viejo volquete tirado por una mula rumbro a una pedrera o a un horno de ladrillos. Han abierto sus puertas las tabernas de el Lana y el Adoquín, el bar de la Gasolinera; la Cepa, el Túnez y el vetusto Rancho Grande.
Antonio Campos, Campito, y los hermanos Castelo abren sus barberías, mientras los chiquillos de la escuela de los Marinos esperan en la puerta del centro la llegada del enésimo maestro interino, que de llegar, lo hará de entre los pasajeros del tren de la mañana.
Los galeones aparecen anclados en el Estero junto a sus acostaos y las canuas mechilloneras...”
Ya no queda mucho de aquel paisaje urbano. Pero parece como si nuestra Avenida, de la mano del Estero, no cambiara nunca, sigue siendo igual de bella, incomparable. El Estero ha cambiado mucho, ya no corre tan libre como antes, ahora lo hace un poco afiaxiado bajo dos puentes que se conformaron como esenciales para nuestra expasión urbana a los terrenos pantanosos de Santa Gadea y para la comunicación con Canela y la Punta.
Ni el Zamboro ni el Guinga pescan ya con las manos anguillas y lenguados; ni el Cepa lanza las nasas durante la noche para ventilarse las tapas en su taberna; ni los pescadores de aparejos pasan las noches de verano esperando coger un buen rancho de anguillas para degustarla en guisos con papas en amarillo; ni están los galeones, ni los acostaos, ni las canuas, ni los botes, ni las pateras.
La vida cambia, y el paisaje urbano también. Pero el Estero sigue ahí, emblemático, familiar, santiseña de bienvenida. Y la luz del atardecer lo saluda con toda generosidad reflejando en sus aguas la belleza de un parque precioso y celosamente cuidado.
Señor forastero, por favor, quítese el sombrero, o la gorra, o lo que lleve puesto, o si acaso haga el gesto por si va destocado, que voy a presentarle algo muy especial, algo que forma parte de la más pura esencia de Ayamonte: aquí, la incomparable Avenida, la llamen los políticos como la quieran llamar; y aquí, de su mano, inseparable, un aprendiz de río: el Estero, sin más. Y no vaya usted a creer que está soñando. Es que es así, como siempre ha sido, el santiseña de nuestra más que acreditada hospitalidad.